El camino de ingreso al cementerio se hace largo y denso. El manto verde que se abre a los pies, humedecido por las lágrimas del cielo, huele dulce mezclado con el sonido de las flores.
A lo lejos, se distinguen montañas apiladas, observan y esperan silenciosas la marcha de la vida que transcurre alrededor.
Como un ritual se repiten escenas similares en diversos puntos del lugar. Llantos, asombro, misterio, incomprensión y silencio son los únicos ecos que se oyen.
Es allí donde se comprende la importancia de la vida y la finitud de la misma.
Los laberintos con cara de piedra dan la bienvenida como si estuviesen esperando mayor compañía. Quieren explicar lo que ya saben desde que llegaron allí y transmitir paz al que entra.
Sin embargo, no es eso lo que se siente o percibe. Al llegar al lecho buscado, la sombra del árbol y sus incesantes hormigas devoradoras de tranquilidad, esperan en silencio.
Luego, caen diamantes y flores que riegan su nombre con una sola pregunta sin responder.
Yanina Marquevich
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